Habiendo de tratar en este libro la materia de Indios, su libertad, aumento y alivio, como se
contiene en los títulos en que se ha confirmado, es Nuestra Voluntad encargar a los Virreyes,
Presidentes y Audiencias el cuidado de mirar por ellos, y dar las órdenes convenientes, para
que sean amparados, favorecidos y sobrellevados, por los que deseamos, que se remedien los
daños, que padecen, y vivan sin molestia, ni vejación, quedando esto de una vez assentado, y
teniendo muy presentes las leyes de esta recopilación, que les favorecen, amparan y defienden
de cualesquier agravios, y que las guarden, y hagan guardar muy puntualmente, castigando
con particular, y rigurosa demostración a los transgresores. Y rogamos y encargamos a los
Prelados Eclesiásticos, que por su parte lo procuren como verdaderos padres espirituales de
esta nueva Christiandad, y todos los conserven en sus privilegios, y prerrogativas, y tengan en
su protección.
Y para sublimar aún más ese deseo de encuentro que se quiso tener entre la Corona y
aquellos originales pobladores del Nuevo Continente, el respeto por sus costumbres, el
aprecio por sus personas y las ansias de encuentro entre ambos hemisferios, conviene que nos
fijemos en la Ley II que establecía “que los indios se puedan casar libremente, y ninguna
orden Real lo impida”. Y qué mejor encuentro entre personas que el propio matrimonio y la
familia:
Es Nuestra voluntad, que los Indios, e Indias tengan, como deven, entera libertad para casarse
con quien quisieren, assí con Indios, como con naturales de estos nuestros Reynos, o
Españoles, nacidos en las Indias, y que en esto no se les ponga impedimento. Y mandamos,
que ninguna orden nuestra, que se huviere dado, o por Nos fuera dada, pueda impedir, ni
impida el matrimonio entre los Indios, e Indias con Españoles, o Españolas, y que todos
tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestras Audiencias procuren, que assí
se guarde, y cumpla.
Quisieron ser estas leyes las leyes de un encuentro entre dos pueblos, este audaz
pueblo nuestro heredero de descubridores y de avanzadas y aquel pueblo virgen a nuestras
historias, conglomerado de razas y civilizaciones que, desde el más profundo arcano, había
poblado aquel ignoto continente nuevo y que no se había relacionado aún con esta parte del
Mundo en la que se asienta Eurasia, fruto granado de ricas civilizaciones ubicadas en las
márgenes de los feraces ríos que la surcaban.
Los viejos imperios mesopotámico, egipcio, persa o hitita, que dieron paso a las
feraces civilizaciones del Mediterráneo en Israel, Grecia o Roma, extendida más allá del Rhin
por la patria germánica o allende el Canal hasta el Muro de Adriano, consolidaron nuestra
forma de ser, que nos permitió abrir camino a través de la Ruta de la Seda o de otros pasillos
comerciales a las lejanas y exóticas tierras de la inmensa geografía de los imperios asiáticos
del Lejano Oriente, como si todo se hubiere consumado ya.
Pero las naves de Europa, las naves cristianas, principalmente las naves portuguesas y
castellanas, surcaban ya con cierta comodidad los mares abiertos en busca de especias y
nuevas mercaderías. Y las Cruzadas, en su empeño por rescatar de otras manos la Tierra Santa
de Nuestro Señor, afianzaron en el Cuerno del Creciente Fértil, en busca del lejano Cipango,
los puentes tendidos por los invencibles ejércitos de Alejandro Magno hasta donde parecía
que el Mundo llegaba a sus últimos confines.
Pero no, no todo estaba terminado ni acabado. La maravillosa obra del Creador no
podía circunscribirse a un espacio recortado en medio del Universo, algo habría más allá de
las feraces islas Canarias, Azores o Madeira, más allá del ignoto y tenebroso Mar al que
nuestro mítico y hercúleo fundador había abierto puerta entre Calpe y Abyla.
Y todo surgió de nuevo cuando Cádiz volvió a convertirse en ciudad en tiempos de
aquel Sabio Rey, Don Alfonso de Castilla, resuelta ya tan larga guerra, como agónica
contienda, que se había estado librando durante siglos en nuestro solar patrio frente a aquella
otra civilización que, en ese constante progresar de los pueblos antiguos, nos había llegado a
Hispania desde las cálidas arenas de la península arábiga o de las intrigantes cortes califales
mesopotámicas.
En aquel entorno, en aquel sugerente escenario de la Historia, se estaban alzando las
cortinas para dar paso al estreno de la más nueva y más atrayente obra de la Humanidad, el
encuentro con América, y sus protagonistas, sus primeros actores, fueron seleccionados para
que iniciaran su gira por estas tierras del Sur de Europa, por este mediodía español donde se
había fundido en un común ADN el aprecio y el afán por encontrar nuevas tierras y nuevas
civilizaciones. Y así, Cádiz empezó a prepararse de nuevo para esta historia como, antaño, se
preparara para ser puerto fenicio o puerto romano.
Será el tercer Cádiz, si el primero pudiera ser el Gadir donde se encontraran fenicios y
tartesos o cartagineses e iberos y, el segundo, el Gades romano, encuentro de imperiales y
godos, y hasta puerta para los nuevos pueblos musulmanes en su empeño por conquistar a
galope el Occidente cristiano.
Este Cádiz tercero será el del encuentro con los americanos, con las nuevas tierras, con
los nuevos empeños de descubrir nuevos pueblos y nuevas civilizaciones, abriéndose así ese
Cádiz afanado por los descubrimientos y esforzado por organizar toda suerte de expediciones
a ese Nuevo Mundo que se acababa de descubrir desde este gastado Mundo Viejo del
Éufrates, del Nilo, del Ganges o del Rhin: el despertar de un nuevo encuentro.
Y es la Cádiz de entonces, la de los siglos XVI y XVII, la que comparte con Sevilla el
llamado Comercio de Indias, la que enfrenta una vez más sus posibilidades mercantiles como
ciudad franca frente al establecimiento voraz de la administración y la oficialidad institucional
asentada en la ribera del Gran Río, la que siente y observa en sus aguas las flotas de aquellos
galeones de Indias y en su calles la presencia de tripulaciones y agentes del comercio, el
bullicio de los sones de dispares lenguas e idiomas, lo exótico del encuentro con los nuevos
pueblos, mientras que Sevilla, desde su Casa de Contratación, administra, nombra o juzga las
nuevas situaciones que han de darse en aquellas nuevas tierras para que funcione la Corona
española.
Así pudo ser tal vez, pero el encuentro de los pueblos, el son evocador de las hablas, el
trasiego de embarcaciones y tripulaciones, comenzaba a asentarse en Cádiz, primero, en las
aguas de nuestra Bahía y, de inmediato, en las calles, iglesias y plazas de nuestra ciudad.
Comenzaba para Cádiz el Siglo de Oro en lo mercantil, feraz semilla de lo que, pocos años
más tarde, a principios del Siglo XIX, eclosionara en Cádiz, por su pluralidad y por sus
inquietudes ante lo nuevo, en el Siglo de Oro en lo político, culminado en ese magnífico
monumento a las libertades constitucionales que aquí se erigiera el 19 de marzo de 1812. De
aquel ansiado reencuentro en lo comercial, en lo mercantil, se pasó, sin darnos cuenta, al estar
en sazón ya en nuestro arcano, al encuentro de las libertades y al plantel de las nuevas
independencias iberoamericanas.
OPINIÓN: El proceso logístico es muy importante para poder hacer un buen negocio.
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